Ríete conmigo


Estaba caminando yo con toda mi confianza hasta un sitio donde quería hacer un curso. Llevaba una franela del Barcelona que mi padre me había regalado. Yo no sé nada de fútbol español, pero me queda bien y me hace ver mejor.

Era impresionante, por donde iba la gente me miraba. Yo normalmente digo que estoy bueno, pero cuando me bucean no me lo creo. Eso no quiere decir que me molesta, siempre me sube el autoestima. Y cuando me siento bien, sonrío.

Entonces, iba con mis dientes pelados, mostrándoselos a quien me mirara con deseo. Tampoco es que soy George Clooney o Brad Pitt. No es que tenía un enjambre persiguiéndome, pero sí conté como a seis, que para un hombre promedio y pelabola como yo, es suficiente.

Llegué a mi destino y me pusieron a hablar con la señora más antipática del lugar. Es de esas que te miran de arriba a abajo con asco. Pero ni la mujer más odiosa puede conmigo. Después de conversar conmigo diez minutos y echarle tres chistes malos, ya ella estaba sonriendo también.

Me regresé y conté a tres personas más que me buceaban. Hombres y mujeres. Uno de esos días en que estoy irresistible, pues. Era esa peligrosa combinación de la ropa que me iba muy bien, mis tatuajes y mi contagiosa sonrisa. Y no dejaba de pensar que sí: la sonrisa puede ser el mejor arma y el mejor accesorio (aunque no creo que salir desnudo y sonriendo sea un buen plan)

Subí al carro con el amor propio hasta el cielo. No dejaba de desear que todos disfrutaran lo mismo, todo el tiempo. Me miré al espejo para verme. Después de todo, quien tiene más derecho de bucearme soy yo mismo. En ese momento noté que tenía una enorme mancha negra, como de grasa, que iba desde mis labios hasta mi barbilla. Quizás no se reían conmigo.
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Publicado el o8 de abril de 2o13

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