Lecciones de manejo

Aprender a conducir es un arte. Fíjese usted que para manejar se necesita estar muy pilas con las demás personas que anden en auto, a pie, en bicicleta, en moto, en patines, en silla de ruedas y en todo artefacto que permita el traslado humano.

Siempre he pensado que aprender a conducir es un acto que se realiza en familia, fortaleciendo los lazos entre padres e hijos, entre hermanos, entre tíos y sobrinos. Bueno, entre quienes lo practiquen. Pero, como en mi caso, aprendí con un instructor en una autoescuela. Así que aumenté mis lazos.. con alguien desconocido.

Primera lección
Llegué temprano a mi clase, pero mi instructor no. Entré al automovil y entonces mi sentido del olfato se activó: algo había muerto en ese cubículo rodante. Desde entonces, pensé que la maleta debía estar el cadáver descuartizado de alguien que había muerto desde hacía una semana. Y comprendí a mi instructor, es decir, no creo que ganara mucho dinero enseñando, debía encontrar otra forma de generar ingresos, matar no era la mejor opción pero sí la más rápida (además de contrabandear droga, quizá hacía las dos cosas al mismo tiempo) El muerto debió luchar por su vida porque a la tapicería le faltan pedazos, alguien se los arrancó.

Segunda lección
Llegué a tiempo a la clase. Ese día aprendí cosas importantes, por ejemplo encender el automóvil, poner la luz de cruce y tener paciencia. Increíblemente el instructor relaciona todo con el sexo, todo. No entiendo cómo alguien puede comenzar hablando del espejo retrovisor y terminar diciendo cómo besa a su mujer. La clase finaliza así: debo practicar lo visto, pero nunca tocar un carro para hacerlo (¡¿?!) Debo tomar la tapa de una olla y pretender que es un volante.

Tercera lección
Llegué cinco minutos tarde. Quién sabe qué me enseñaron ese día. Sólo puedo recordar el mal aliento del instructor. Pero qué se puede estar comiendo. Es asqueroso, casi vomitivo. Nadie puede aprender si tiene que sacar la cara por la ventana para poder respirar algo de aire puro.

Cuarta lección
Llegué diez minutos tarde. Me monto en el carro y me doy cuenta: faltan más pedazos en la tapicería del carro. Ahora todo tiene sentido: el instructor en sus ratos de hambruna se come trozos de su carro. De esa manera calma el hambre, pero le queda ese apestoso olor en la boca. Tal vez se está comiendo al cadáver putrefacto. Lo comprendo, la poca carne que hay en el mercado está carísima.

Quinta y última lección
Llegué una hora tarde. La verdad es que no quería ir a una clase con un instructor que tiene mal aliento, es asesino, se come su propio carro y que tiene un sólo tema de conversación. Bueno, pero cumplo media hora, total pagué con mi dinero y yo decido en qué medida se desperdicia.

Enviado originalmente el 1o de noviembre de 2oo8

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