Gracias, Máximo


Nueve años humanos no sé cuanto equivalen a años caninos, pero sé que para mí fueron pocos. Un siglo no habría sido suficiente. Aunque quizás sea un acto egoísta de mi parte pedir que mi perro Máximo hubiera durado más. Lo cierto es que durante ese tiempo:

Me despertaba todas las mañanas. Se montaba en la cama y me ponía sus codos en el pecho. Era doloroso y aún así, la mejor manera de comenzar el día.

Hacía daimoku conmigo. Daimoku es la oración budista que se hace para lograr la iluminación. Él se sentaba todo el tiempo a mi lado, mientras yo lo hacía. Tal vez él logro la iluminación antes que yo y por eso su pelo era tan brillante.

Me hacía conocer nuevas personas. Sí, cuando salíamos a caminar ampliaba mi espectro social, al pelear con todos mis vecinos.

Me mantenía en forma. Debido a que, posiblemente, estaba muy consentido, él no comía si yo no estaba en casa. Así, nos acostumbramos a comer a las mismas horas, lo que ayudó en el metabolismo de ambos.

Veía tv conmigo. Yo me sentaba en el suelo y él se acostaba a mi lado para disfrutar juntos de nuestro programa cultural favorito: Los Simpson.

Me conservaba joven. Cada vez que lo iba a bañar, era como la primera vez: peleando. No le gustaba el agua y no le encantaba el jabón.

Compartíamos el mismo gusto por la música. No había nada que lo relajara más que yo pusiera un ritmo agradable. Se acostaba cerca de mí para escuchar mejor.

Me hacía sentir especial. Cada vez que pedía que le acariciara la barriga, la cabeza o simplemente lo cargara.

Era mi hogar. Convirtió, junto a su padre biológico Pelusso, una casa en un hogar. No importaba qué tan cansado llegara, todo se disipaba cuando salía a recibirme.

Prometo extrañarlo infinitamente y atesorarlo como lo que fue: un excelente compañero. Solamente me queda agradecerle todo el tiempo que pasamos juntos. Así que,

Gracias por todo, Max
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Publicado el o9 de junio de 2o13

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